Queso, de Daniel Torres
–¿Conocen
esa festividad en la que se tira un queso colina abajo y medio pueblo
se lanza tras él? Pues digamos que esa colina es mi vida, el imbécil
que va rodando a trompicones soy yo, y el queso es… el maldito
queso… Este es el problema. ¡Que no sé qué queso persigo!
–¡Oh,
qué insensato! –dicen–. ¿Cómo puede vivir una vida sin
objetivos, sin un fin concreto, sin nada que le haga seguir adelante
en sus momentos de flaqueza?
–Veamos,
para esto ya están las mujeres, ¿no? Pero no se confundan conmigo.
Si considerara a las mujeres mi brújula vital, cada palabra que en
este mismo momento estoy diciendo, carecería de sentido ¿Me
comprenden? Mi queso tiene que ser algo mejor, algo más perfecto,
puro, único. Algo más complejo que una bocanada de placer. Un
tesoro deseado por todos, y que sólo yo sea capaz de poseer.
–Disculpe, ¿y qué
opina de la sabiduría? ¿No la considera importante? ¿Ha probado
usted a alcanzarla? –dijo con una voz firme y profunda un hombre de
ancha espalda y barba de la última fila.
–Yo
creo que la sabiduría es como el Sol: necesaria para vivir, pero no
tiene que estar siempre a la vista. Sin embargo, lo más importante y
curioso es que… ¿ha probado usted a alcanzar el Sol con los dedos?
¿Lo ha conseguido? Así es la sabiduría, un sol. Gracias por la
pregunta.
Durante
un largo periodo de mi vida pensé que mi quesito era la tierra sobre
la que caminaba, el mundo con el que giraba; así que no más
acompañado que con mi cámara y un poco de calderilla, me di un par
de vueltas a la Tierra. ¿Sabían ustedes que en Bulgaria niegan
moviendo la cabeza verticalmente, y afirman moviéndola
horizontalmente? –La gente mueve la cabeza de lado a lado–. Poder
admirar con perspectiva la diversidad de culturas y ambientes
sociales de norte a sur y de este a oeste, hizo que me diera cuenta
de lo gangrenado que se encontraba nuestro país. Vivíamos en
una sociedad agotada, rodeada de un sistema corrompido que miraba con
ojos acusadores y que paralizaba a un pueblo desconcertado, que
reivindicaba dando palos de ciego. La Señora Justicia había salido
por la puerta de atrás, miope, coja, y con un sobre en el bolsillo.
Por fortuna, actualmente esto ya no es así –risas entre el
público.
Todo
lo que veía, disfrutaba y/o fotografiaba lo comparaba con mi país.
Por desgracia, pocas veces la patria prevalecía ante
lo extranjero, lo cual me ponía furioso. No tardé en darme cuenta
de que si cuanto más mundo veía, más rabioso estaba, mi gran queso
no podía ser este pequeño mundo.
Al fondo, de la
oscuridad de la esquina derecha de la sala surge un hombre. Su hábito
permanece anclado a la esquina, pasando desapercibido, como una tela
de araña. Únicamente se le distingue la cara, una cara amiga pero
que permanece inmóvil, estática… Sin alterarse, todo lo ve y todo
lo controla. De pronto, dejando ver sus extremadamente largos brazos,
en un susurro dice algo que pocos escuchan:
–¿Y
Dios?
La sala se queda en
silencio, esperando una respuesta. El hombre de la tarima frunce el
ceño y mantiene una inquietante mirada perdida en el infinito. Éste,
después de una breve reflexión interior, rompe a reír a
carcajadas.
–Todos
necesitamos algo en lo que creer. Unos creen en Dios, algunos en sus
madres, otros en Billy Wilder… Todos deberíamos creer en nosotros
mismos. Si condicionamos nuestras actuaciones a un ser extramental,
¿acaso nuestra voluntad es plenamente libre? No digo que no debamos
poseer un modelo de actuación, una conciencia juez. ¿¡Pero un
Dios!? Debería establecerse una edad para decirles a los niños la
verdad, como con los Reyes Magos. Poca diferencia hay entre el uno y
los otros.
Recapitulando, en la
historia de la vida, ¿ha hecho la religión más bien que mal? Dejo
la respuesta en manos de vuestro propio juicio. Y digo del vuestro.
No del suyo.
En la susodicha
esquina no queda más rastro que polvo. Señoras afirmaron
posteriormente haber visto en aquel momento huír de sala a un cuervo
que nadie sabía de dónde salió.
Por
petición del hablante se procede a un descanso de un cuarto de hora,
previo al final de la charla.
–Por
azar o por suerte, nos tocó vivir una vida que es una colina. No una
llanura. Y colina abajo, las cosas se hacen escurridizas, huidizas, y
tremendamente deseables.
En
estos quince minutos espero que hayan reflexionado tranquilamente
sobre mi alegoría del Cooper’s Hill Cheese-Rolling and Wake
y hayan sacado sus propias conclusiones, como cuál es el queso que
persiguen. Yo llevo pensándolo toda mi vida. ¿Quieren saber a qué
conclusión he llegado? Es imposible que persigamos un queso. ¿Saben
por qué? Porque nosotros somos el queso. Somos un ser tambaleante,
pero imperturbable, que gira y gira; nunca nos pueden parar, pero
siempre hay distintos sujetos que nos quieren atrapar: esos
malditos imbéciles que corren tras nosotros. Unas veces nos
perseguirá Dios, otras las mujeres, el saber… Pero nosotros,
resbaladizos hasta el mismísimo tuétano, nos las arreglamos para no
caer en sus manos. ¿Hacemos bien obrando así? No puedo saberlo.
Como habéis podido comprobar, no me he dejado coger por nadie.
Que
cada uno elija su forma de ver el descenso. Yo así he vivido, y así
seguiré viviendo...: siendo rozado por diferentes manos, pero
siempre libre. Hasta que llegue al final de la colina.
Aplausos.
Dioses. Dani for the win!
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