Perseguido, Héctor Ojea
Ahora estoy sentado en una silla blanca, rodeado por un sinfín de caras que no alcanzo a reconocer, cada una sentada a su vez en su propia silla blanca; felices, o al menos por fuera, celebrando algo que no puedo recordar fruto de mi efímera memoria. Los vasos y los cumplidos vuelan de mano en mano y el vaivén de las faldas contra el viento parece querer hipnotizarme hasta que, en un momento, todo se detiene y la banda comienza a tocar, dando pie así a un movimiento todavía más intenso. La
saxofonista se yergue con el cuerpo en tensión y empieza a hacerle el boca a boca a su instrumento, insuflándole vida que éste expulsa en forma de graves y agudos. Una melodía que te atrapa y te obliga a levantarte de tu silla blanca, impulso inevitable de la condición humana, seres pensantes que sólo son felices cuando no piensan. Todos de pie, todos bailando; mientras, el saxofón sigue sonando.
A mi alrededor, las mismas caras sonrientes; sin embargo sé que ahora yo también estoy sonriendo, sin querer y sin querer evitarlo. Justo entonces la veo, detrás de mi felicidad, todavía anclada a su silla blanca. No pensaba que me la iba a encontrar tan pronto y, sin embargo, allí estaba, por sorpresa, sin ser querida ni esperada. Yo la veo, pero ella no me dirige la mirada ¿Estará asustada como yo?... El saxofón detiene su magia y la gente se dispersa rápidamente. Yo mismo me siento perdido durante unos momentos hasta que recuerdo que es hora de volver. Sigo entonces el camino de baldosas amarillas y regreso a casa con otras caras sonrientes. El tiempo pasa rápido con ellas y enseguida se acaba el camino. Me despido de las caras sonrientes con una sonrisa, apenas mantenida, en la mía y les digo “hasta pronto” cuando en realidad quiero decir “adiós”. Es entonces cuando la vuelvo a ver. Me doy cuenta de que nos había seguido durante todo el camino sin que yo hubiera reparado en ella. El miedo a mirarla directamente a los ojos hace que dirija la vista al suelo. “Me tengo que ir”… Es lo mejor que se me ocurre en ese momento para poder evitarla. Honestamente, nunca he sido muy bueno con las palabras.saxofonista se yergue con el cuerpo en tensión y empieza a hacerle el boca a boca a su instrumento, insuflándole vida que éste expulsa en forma de graves y agudos. Una melodía que te atrapa y te obliga a levantarte de tu silla blanca, impulso inevitable de la condición humana, seres pensantes que sólo son felices cuando no piensan. Todos de pie, todos bailando; mientras, el saxofón sigue sonando.
Al día siguiente me levanto antes de que salga el sol. Tengo la cabeza revuelta y ni siquiera el agua fresca del grifo consigue aliviarme. Dejo que el espejo me devuelva mi imagen, sin por ello cobrarle derechos de autor; pero soy incapaz de dedicarle una última sonrisa antes de cruzar la puerta. Bajo las escaleras sin hacer ruido y salgo afuera, a la desierta calle, donde camino solo con mis recuerdos. Parece como si la ciudad entera se hubiera encerrado en su casa y tan sólo unos cuantos curiosos estuvieran mirando a través de la ventana para comprobar si era verdad. Los recuerdos a mi lado cubren el vacío dejado por la gente y a veces me parece ver alguna cara sonriente frente al lugar donde nos conocimos, o noto que alguien me llama en aquel otro donde recibí mi primer beso. Sigo andando, hasta que al torcer la esquina me encuentro de frente con ella. Creo que no me ha visto, así que doy media vuelta y elijo otro camino para evitarla, aunque éste sea mucho más largo que el anterior. Tras un rato, miro atrás, buscándola, y me doy cuenta de que mis huellas van dejando un claro rastro de miedo e inseguridad. Levanto el pecho buscando algo de seguridad en mí y me doy cuenta de que ya he llegado a mi destino.
Cruzo el umbral de la estación y escucho en mi cabeza el aplauso triunfante del corazón, primero lento pero que crece en intensidad, como los mejores sentimientos. Paso por entre las filas de sillas blancas en las que nadie se sienta a esperar tan temprano y miro el reloj. Ya es la hora. La espera ha terminado. Sé que ella me lleva siguiendo desde hace tiempo pero todavía no quiero mirarla, todavía me asusta. Entro en el tren y entra junto a mí sin que yo pueda hacer nada para impedirlo. Busco un sitio cómodo para mi largo viaje y encuentro uno perfecto entre un viajero soñador y un extranjero en su país. El tren se pone en marcha y, pese a todo lo que dejo atrás, o más bien debido a ello, ella se acurruca a mi lado y apoya su cabeza en mi hombro tiernamente, mientras yo miro por la ventana intentando dirigir la vista hacia delante, pero sin poder evitar mirar atrás. Su piel es cálida y pese a haberla rechazado tanto tiempo, sigue viniendo a mí. De hecho, ahora creo que la necesito. Me junto a ella todo lo posible hasta que su piel es indistinguible de la mía y entonces la miro a los ojos por primera vez, ojos azules y tristes, y la veo. Es la nostalgia la que abrazo; un sentimiento agridulce, tan doloroso como necesario, ya que solo está contigo cuando lo que has hecho anteriormente ha merecido la pena.
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